"Hasta que cumplí los diecisiete años, las montañas formaban para mí parte del paisaje, de la misma manera que una nube, un trigal o el mar. Una especie de atrezzo que contribuía a alegrarnos la vista a los humanos.
Fueron unos
compañeros del colegio los que me propusieron acompañarles un día
en una de sus salidas dominicales. Al principio me mostré bastante
reticente, ya que siempre había odiado las excursiones al monte que
el colegio organizaba un curso tras otro.
No le encontraba sentido a
eso de subir por una cuesta, jadeando y sofocado, para llegar a un
lugar donde básicamente no había nada y al cabo de un tiempo, que
solía depender del profesor de turno, volver a descender por el
mismo camino, para llegar sudorosos y cansados al autobús".
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